Los amantes de la montaña y de los relatos acerca paseos y hazañas en las cumbres pueden quedar algo decepcionados porque, en el caso de este libro, el relato de los paseos y hazañas que promete el título empieza desde bastante lejos, concretamente en el valle del Loira, y la alta montaña sólo aparece después de que el autor haya viajado pausadamente por Burdeos, Biarritz, San Sebastián/Pasajes y Pamplona, desde donde, por fin, ascendemos a los Pirineos.

Sin embargo, quienes además de disfrutar en la montaña gusten de la buena literatura sin adjetivar están de enhorabuena porque el libro acaba cumpliendo lo que promete y Víctor Hugo ofrece unas descripciones y reflexiones soberbias, tanto de los Pirineos como de los Alpes. Antes, sin embargo, ha regalado al lector con más de un centenar de páginas espléndidas. Víctor Hugo no sólo era un hombre culto y de criterio sino que tenía muy claro que no había venido a este mundo a aceptar con cristiana resignación las malas obras de sus semejantes. Quiero decir que era un tipo belicoso y combativo. Al llegar a Burdeos, por ejemplo, se indigna con la destrucción de la ciudad histórica que están llevando a cabo las autoridades municipales. Y dice:»Nada hay más funesto y empobrecedor que las grandes demoliciones». Y la emprende contra el señor de Tourny, el alcalde responsable de borrar el pasado de Burdeos para convertirlo en un triste remedo de París con sus «calles tiradas a cordel», y que fue premiado con una estatua todavía en pie. Pero apostilla el autor:»Ha sido como derribar algo muy grande para construir algo muy pequeño».

También está la célebre diatriba contra la fachada de la catedral de Pamplona. Antes, sin embargo, el lector ha sido obsequiado con la prodigiosa descripción de un viaje en diligencia desde Tolosa, épico, alucinante, sobrecogedor. Puede uno reírse de las emociones que actualmente provocan los llamados deportes de riesgo, simples sobresaltos sin consecuencias comparados con los viajes que deparaba la diligencia de la «Coronilla de Aragón», con los ocho caballos lanzados en la negra noche a un galope furioso, hostigados, azotados, espoleados, azuzados, exasperados por el conductor con la ayuda de un mayoral (fantástico personaje) y un niño con aspecto de gnomo que hacía de postillón. Antológico.

En cuanto a la catedral, todo son denuestos contra la fachada entre neoclásica y rococó, detrás de la cual se encuentra la catedral «como si sufriera no sé qué castigo, escondida, sombría, triste, humillada tras el odioso pórtico con la que el «bon gout» la ha revestido». Antes había dicho: «¡Ay, amigo, qué feo es lo feo cuando tiene la pretensión de ser hermoso!». Y un poco antes: «La «bonne école» ha desfigurado las viejas ciudades más que todos los asedios y todos los incendios. ¡Por piedad, bombardead los antiguos edificios, no los restauréis!». Pero por algo se ha dicho antes que era un tipo belicoso, y al hablar de un edificio en construcción que se divisa desde la ventana de su posada, insiste: «algo horrible que parece un teatro y que será de piedra tallada. Se lo recomiendo a cualquier hombre con criterio que bombardee Pamplona». Estas contundentes soluciones propuestas alcanzan todo su sentido si se tiene en cuenta que vienen del hijo de un alto oficial napoleónico.

 

 

Ese mismo apasionamiento en defensa de la historia y sus testimonios vivos se enardece cuando se trata de transmitir la emoción que le provocan los espacios salvajes e intocados, y a este respecto es ejemplar el capítulo dedicado al circo de Gavernier, en plenos Pirineos y en pleno éxtasis. Son pocas páginas las dedicadas a las cumbres pirenaicas, pero compensan la espera. Por desgracia, el relato se interrumpe bruscamente porque, por aquellas fechas murieron en un desgraciado accidente su hija Léopoldine y el marido de ésta. Curiosamente, el día antes Hugo parecía presentir la tragedia, y decía al constatar el desánimo que le producía la isla de Oleron: «Tenía la muerte en el alma…me parecía que la isla era un gran ataúd acostado en el mar y que la luna era el cirio».

Cuatro años antes había realizado un extenso viaje a los Alpes cuyo relato ocupa la segunda parte del libro. Sorprende la modernidad de Victor Hugo, o al menos su percepción de lo que la civilización estaba a punto de hacerle a esas maravillosas montañas que actualmente se han convertido en uno de los principales destinos turísticos del mundo y son visitadas por más de cien millones de personas al año. Hugo deja testimonio de lo que eran poniendo en su defensa tanto apasionamiento como ponía en defensa de la proyección del pasado en el presente.

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